El Maestro me dijo:
-Este es el hito que señala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten, cargados de recuerdos, cuando llegan aquí ya se han olvidado de Roma. Pues la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encontrarán, cuando llegue el día del gran despertar, como niños que nada saben del ayer. Gherardo, aquí está el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que hay por el campo como miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés cuyas raíces se hayan al descubierto y al que le cuesta vivir. Hay también una posada, y a ella acuden las gentes a beber. Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrán aquí entre semana para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres considerarán una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en todas partes ocurre lo mismo.
No voy a ir más lejos, Gherardo. No te acompañaré más porque el trabajo apremia y yo soy un hombre viejo. Soy un viejo Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser conmigo más tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos. Jamás encontré una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una mujer que pudiera permanecer inmóvil durante horas, sin hablar, como algo necesario que no precisa actuar para ser, y que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que ella sigue allí. Una mujer que se dejara mirar sin sonreir ni ruborizarse, por haber comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras y sobre todo más fieles, sólo que son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso, son menos frágiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de mármol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extraño entra en ellas para hacer que les estalle el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan hasta complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecería a la imagen que me habría formado de él antes que existiera. De ahí que las estatuas que yo hago sean diferentes de las que había soñado en un principio. Pero Dios se ha reservado para sí el ser creador conscientemente.
Si tú fueras mi hijo Gherardo, no te amaría más de lo que te amo, sólo que no tendría que preguntarme el por qué. Durante toda mi vida busqué respuestas a unas preguntas que quizá no tengan contestación, y excavaba en el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía unos colores para pintar unas paredes, como si se tratara de tocar simultáneamente unos acordes con un fondo de silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros no oímos.
Así que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separación, aunque sea definitiva. Demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese tronco, y crees estar todavía aquí, pero tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como él. No hay ni pasado, ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado, por el que avanzamos todos. Tú estás sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de inquietud, como si iniciaran ya un camino. Estás vestido con esas ropas de nuestra época que resultarán horrorosas o simplemente extrañas cuando haya pasado este siglo, pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don de ver a través de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera verán los santos las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son hermosos, es un suplicio también pero diferente. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarán por apoderarse de ti, pero en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde pinté tu imagen. Incluso si algún día, sólo te presentara tu espejo un retrato deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habrá en algún sitio, un reflejo inmóvil que se te parecerá. Y de esa manera inmovilizaré yo tu alma.
Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquello a quienes pensamos abandonar. Tu me ataste y ahora me desatas. No te censuro Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No estoy inquieto por los que aún no conoces y hacia los cuales vas, que quizá te estén esperando: el hombre a quienes ellos van a conocer será distinto del que creía conocer yo y al que imagino amar. Nadie posee a nadie. Y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lágrimas: más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos. Si te quedaras, puede que tu presencia al superponerse, debilitara la imagen que deseo conservar de ti. Así como tus ropajes no son más que la envoltura de tu cuerpo, tú no eres para mí sino la envoltura del otro, del que yo he extraído de ti y que te sobrevivirá. Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.
M. Y.
[El Tiempo, gran escultor. Trad. de Emma Calatayud]
-Este es el hito que señala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten, cargados de recuerdos, cuando llegan aquí ya se han olvidado de Roma. Pues la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encontrarán, cuando llegue el día del gran despertar, como niños que nada saben del ayer. Gherardo, aquí está el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que hay por el campo como miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés cuyas raíces se hayan al descubierto y al que le cuesta vivir. Hay también una posada, y a ella acuden las gentes a beber. Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrán aquí entre semana para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres considerarán una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en todas partes ocurre lo mismo.
No voy a ir más lejos, Gherardo. No te acompañaré más porque el trabajo apremia y yo soy un hombre viejo. Soy un viejo Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser conmigo más tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos. Jamás encontré una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una mujer que pudiera permanecer inmóvil durante horas, sin hablar, como algo necesario que no precisa actuar para ser, y que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que ella sigue allí. Una mujer que se dejara mirar sin sonreir ni ruborizarse, por haber comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras y sobre todo más fieles, sólo que son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso, son menos frágiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de mármol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extraño entra en ellas para hacer que les estalle el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan hasta complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecería a la imagen que me habría formado de él antes que existiera. De ahí que las estatuas que yo hago sean diferentes de las que había soñado en un principio. Pero Dios se ha reservado para sí el ser creador conscientemente.
Si tú fueras mi hijo Gherardo, no te amaría más de lo que te amo, sólo que no tendría que preguntarme el por qué. Durante toda mi vida busqué respuestas a unas preguntas que quizá no tengan contestación, y excavaba en el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía unos colores para pintar unas paredes, como si se tratara de tocar simultáneamente unos acordes con un fondo de silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros no oímos.
Así que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separación, aunque sea definitiva. Demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese tronco, y crees estar todavía aquí, pero tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como él. No hay ni pasado, ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado, por el que avanzamos todos. Tú estás sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de inquietud, como si iniciaran ya un camino. Estás vestido con esas ropas de nuestra época que resultarán horrorosas o simplemente extrañas cuando haya pasado este siglo, pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don de ver a través de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera verán los santos las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son hermosos, es un suplicio también pero diferente. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarán por apoderarse de ti, pero en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde pinté tu imagen. Incluso si algún día, sólo te presentara tu espejo un retrato deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habrá en algún sitio, un reflejo inmóvil que se te parecerá. Y de esa manera inmovilizaré yo tu alma.
Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquello a quienes pensamos abandonar. Tu me ataste y ahora me desatas. No te censuro Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No estoy inquieto por los que aún no conoces y hacia los cuales vas, que quizá te estén esperando: el hombre a quienes ellos van a conocer será distinto del que creía conocer yo y al que imagino amar. Nadie posee a nadie. Y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lágrimas: más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos. Si te quedaras, puede que tu presencia al superponerse, debilitara la imagen que deseo conservar de ti. Así como tus ropajes no son más que la envoltura de tu cuerpo, tú no eres para mí sino la envoltura del otro, del que yo he extraído de ti y que te sobrevivirá. Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.
M. Y.
[El Tiempo, gran escultor. Trad. de Emma Calatayud]
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